
No tengo absolutamente nada en contra de los gays, de hecho, tengo algún que otro amigo artista del palo, y tengo cierta consideración por sujetos como Morrissey, Pansi Division, George Michael, Roddy Bottum, Stefan Olsdal o nuestro Iorio.
Pero cuando el asunto pasa por escribir cancioncillas para princesas muertas, o triviales leitmotiv para exclusivo deleite de modistos y señoras de alcurnia, la cosa se empieza a complicar, porque todo acercamiento a un glamour excesivo decanta inevitablemente en la peor podredumbre por garrafal altanería.
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Pero cuando el asunto pasa por escribir cancioncillas para princesas muertas, o triviales leitmotiv para exclusivo deleite de modistos y señoras de alcurnia, la cosa se empieza a complicar, porque todo acercamiento a un glamour excesivo decanta inevitablemente en la peor podredumbre por garrafal altanería.
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Éste no es el Elton John genuino de “Honky Château” y “Goodbye yellow brick road”. No, señoras. La imagen que nos muestra Elton en este álbum pletórico de música disco, hace que Bruno Gelber, a su lado, parezca un guerrero bravío al estilo de Conan, el bárbaro.
Debido a este desastre, bien podría considerarlo para el juicio de Nüremberg, pero, en cambio, preferiría que viajemos al interior de su mente, en el preciso instante en que nuestro agasajado meditaba sobre los resultados de su mayor atrocidad perpetrada hasta la fecha -el repugnante “Victim of love” (1979)-, a fin de que él mismo haga su descargo.
¡Oh, musas mías en el ineluctable ocaso de mi exangüe creatividad! Volved a mis dominios a enseñarme el camino atinado. El encanto de mi carrera se extingue, cual corola de la flor más vistosa venida a menos, y las luces de mi camerino ya no se ven como otrora, cuando lucían a tono con mis trajes de lamé y yo brillaba junto a mi lustroso y nacarado piano. Mis sentidos quedan hoy oprimidos por la mezcla de diversos perfumes enrarecidos que brotan de extraños incensarios, junto con fortuitas melodías vacilantes que no alcanzan a sorber inspiración alguna. ¿Verdad que en los buenos tiempos la gente se sentía embriagada frente a mi delicada magnificencia? ¿Y que es de mí, ahora, deidad caduca, en el aciago ocaso de mi ser? Sucumbir frente a las tentaciones de la riqueza fácil, ah, si sólo pudiera rehacer...
¡Oh, mis rosas, mis encajes, mis candelabros, mis ornamentaciones escénicas fastuosas, descascarándose sin piedad y acumulándose cual polvo insignificante en el suelo mismo de la vergüenza!
Inconmensurable vacuidad de folios en blanco, de sosería estéril con partituras vacías aguardando ser atiborradas con sutiles notas gráciles y armonías etéreas que ahora yacen espectralmente arruinadas por quien yo creía era un iluminado por los dioses, todo a causa de mi afán desmedido de gloria instantánea. Mis refinados ademanes y mis gigantescas gafas -símbolos inequívocos de una pretérita era platinada-, convertidas en nimias lentes de contacto de la decadencia irremediable.
¿Dónde estás, mi adorado Peter Bellotte, apego insustituible en mi hora de infortunio? Tú, que has invadido mi alma con tus encantos, que has seducido mi ininspirado espíritu y mancillado mi prestigio con aquellas composiciones tuyas que prometiste serían descollantes, desapareces de súbito de mi vida para dejarme solo y desamparado frente al oprobio generalizado, de cara a la bestialidad mediática que desea, al presente, mi pronta caída.
Tú, que encandilaste mi aura con los embrujos de la pista de baile, con aquellos fatales flirteos de adversas influencias de Donna Summer, lamentas –dices- las magras secuelas de nuestra creación, de nuestra supuesta indulgente labor en conjunto.
Tú, mi bienquisto y dilecto guía, mi Peter Bellotte, ¡me has partido el corazón!
¡Oh, Pete! ¡Ah, Pete! (Snif)
Pues bien, se preguntarán ustedes si me siento arrepentido de este ludibrio. Indudablemente, sí. Pido perdón a la música, al arte, al género humano, al honorable Chuck Berry por ultrajar su “Johnny B. Goode”, y a toda la inmensidad del Cosmos, por ritmos tan impúberes e improcedentes -cuando no, aterradores- como los de “Born bad”, “Thunder in the night”, “Spotlight” o “Street boogie”, pues no tenía dominio cabal sobre mí mismo y, por ende, de lo que hacía. Y, pese a que la casi totalidad de los temas pertenecen a mi ahora renegado Peter, no quiero con esto descargar las culpas ni dejar de hacerme cargo por semejante desventura discográfica, pues es mío el nombre que ha sido deshonrado y no el de aquél. Mal que me pese, fui “víctima del amor”.
Soy yo, por supuesto, Sir Elton Hercules John, nacido bajo el nombre de Reginald Kenneth Dwight, quien se ha burlado de mi amado público, y juro no volver a incurrir en semejantes desgracias, so pena de acudir, sin dudarlo un instante, al cuchillo lacerante y justiciero, el que escindirá mis venas y concluirá mi triste existencia.
Mmmmm… Ok, Elton, quedamos así.
n
Conclusión: Coquetear con la música disco conlleva sus riesgos. Podés alcanzar el status de una rutilante “dancing queen” o, como en el caso de Elton John, quedar reducido a una miserable sierva de la gleba.
Debido a este desastre, bien podría considerarlo para el juicio de Nüremberg, pero, en cambio, preferiría que viajemos al interior de su mente, en el preciso instante en que nuestro agasajado meditaba sobre los resultados de su mayor atrocidad perpetrada hasta la fecha -el repugnante “Victim of love” (1979)-, a fin de que él mismo haga su descargo.
¡Oh, musas mías en el ineluctable ocaso de mi exangüe creatividad! Volved a mis dominios a enseñarme el camino atinado. El encanto de mi carrera se extingue, cual corola de la flor más vistosa venida a menos, y las luces de mi camerino ya no se ven como otrora, cuando lucían a tono con mis trajes de lamé y yo brillaba junto a mi lustroso y nacarado piano. Mis sentidos quedan hoy oprimidos por la mezcla de diversos perfumes enrarecidos que brotan de extraños incensarios, junto con fortuitas melodías vacilantes que no alcanzan a sorber inspiración alguna. ¿Verdad que en los buenos tiempos la gente se sentía embriagada frente a mi delicada magnificencia? ¿Y que es de mí, ahora, deidad caduca, en el aciago ocaso de mi ser? Sucumbir frente a las tentaciones de la riqueza fácil, ah, si sólo pudiera rehacer...
¡Oh, mis rosas, mis encajes, mis candelabros, mis ornamentaciones escénicas fastuosas, descascarándose sin piedad y acumulándose cual polvo insignificante en el suelo mismo de la vergüenza!
Inconmensurable vacuidad de folios en blanco, de sosería estéril con partituras vacías aguardando ser atiborradas con sutiles notas gráciles y armonías etéreas que ahora yacen espectralmente arruinadas por quien yo creía era un iluminado por los dioses, todo a causa de mi afán desmedido de gloria instantánea. Mis refinados ademanes y mis gigantescas gafas -símbolos inequívocos de una pretérita era platinada-, convertidas en nimias lentes de contacto de la decadencia irremediable.
¿Dónde estás, mi adorado Peter Bellotte, apego insustituible en mi hora de infortunio? Tú, que has invadido mi alma con tus encantos, que has seducido mi ininspirado espíritu y mancillado mi prestigio con aquellas composiciones tuyas que prometiste serían descollantes, desapareces de súbito de mi vida para dejarme solo y desamparado frente al oprobio generalizado, de cara a la bestialidad mediática que desea, al presente, mi pronta caída.
Tú, que encandilaste mi aura con los embrujos de la pista de baile, con aquellos fatales flirteos de adversas influencias de Donna Summer, lamentas –dices- las magras secuelas de nuestra creación, de nuestra supuesta indulgente labor en conjunto.
Tú, mi bienquisto y dilecto guía, mi Peter Bellotte, ¡me has partido el corazón!
¡Oh, Pete! ¡Ah, Pete! (Snif)
Pues bien, se preguntarán ustedes si me siento arrepentido de este ludibrio. Indudablemente, sí. Pido perdón a la música, al arte, al género humano, al honorable Chuck Berry por ultrajar su “Johnny B. Goode”, y a toda la inmensidad del Cosmos, por ritmos tan impúberes e improcedentes -cuando no, aterradores- como los de “Born bad”, “Thunder in the night”, “Spotlight” o “Street boogie”, pues no tenía dominio cabal sobre mí mismo y, por ende, de lo que hacía. Y, pese a que la casi totalidad de los temas pertenecen a mi ahora renegado Peter, no quiero con esto descargar las culpas ni dejar de hacerme cargo por semejante desventura discográfica, pues es mío el nombre que ha sido deshonrado y no el de aquél. Mal que me pese, fui “víctima del amor”.
Soy yo, por supuesto, Sir Elton Hercules John, nacido bajo el nombre de Reginald Kenneth Dwight, quien se ha burlado de mi amado público, y juro no volver a incurrir en semejantes desgracias, so pena de acudir, sin dudarlo un instante, al cuchillo lacerante y justiciero, el que escindirá mis venas y concluirá mi triste existencia.
Mmmmm… Ok, Elton, quedamos así.
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Conclusión: Coquetear con la música disco conlleva sus riesgos. Podés alcanzar el status de una rutilante “dancing queen” o, como en el caso de Elton John, quedar reducido a una miserable sierva de la gleba.
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Aquí tienen a Elton haciendo su música disco en este audioclip de "Born bad". Ahora sólo faltaría que Gloria Gaynor y Rick James renazcan de sus sepulcros para hacer el mejor gore metal.
OTROS EJEMPLARES DEL MISMO TENOR: "Leather jackets" (1986), "Duets" (1993), "Aida (Original concept album)" (1999) ó "The muse" (1999).
ANTIDOTO: "Goodbye, yellow brick road" (1973).